jueves, 17 de febrero de 2011

Capítulo 1
4 de septiembre
Querido diario:
Algo horrible va a suceder hoy.
No sé por qué escribí eso. Es de locos. No hay ningún motivo para que
me sienta inquieta y todos para que sea feliz, pero...
Pero aquí estoy a las 5.30 de la mañana, despierta y asustada. No hago
más que decirme que simplemente sucede que estoy hecha un lío debido
a la diferencia horaria entre Francia y aquí. Pero eso no explica por qué
me siento tan asustada. Tan perdida.
Anteayer, mientras tía Judith, Margaret y yo volvíamos del aeropuerto
en coche, tuve una sensación muy extraña. Cuando giramos en nuestra
calle, pensé de repente: «Mamá y papá nos están esperando en casa.
Apuesto a que estarán en el porche delantero o en la sala de estar
mirando por la ventana. Deben de haberme echado mucho de menos».
Lo sé. Es de locos.
Pero incluso cuando vi la casa y el porche delantero vacío seguí
sintiendo lo mismo. Subí corriendo los escalones y llamé con la aldaba. Y
cuando tía Judith abrió con la llave me precipité adentro y simplemente
me quedé en el vestíbulo escuchando, esperado oír a mamá bajar por la
escalera o a papá llamando desde el estudio.
Justo entonces, tía Judith soltó ruidosamente una maleta en el suelo
detrás de mí, lanzó un enorme suspiro y dijo: «Estamos en casa».
Margaret rió. Y me invadió la sensación más horrible que he tenido jamás.
Nunca me he sentido tan total y completamente perdida.
Casa. Estoy en casa. ¿Por qué suena eso como una mentira?
Nací aquí, en Fell's Church. Siempre he vivido en esta casa, siempre.
Esta es mi misma vieja habitación, con la leve marca de quemadura en las
tablas del suelo donde Caroline y yo intentamos esconder cigarrillos en
quinto grado y estuvimos a punto de asfixiarnos. Puedo mirar por la
ventana y ver el enorme membrillo al que Matt y los chicos treparon para
~6~




colarse en la fiesta de pijamas de mi cumpleaños hace dos años. Ésta es
mi cama, mi silla, mi tocador.
Pero en estos momentos todo me parece extraño, como si yo no
perteneciera aquí. Soy yo la que está fuera de lugar. Y lo peor es que
siento que hay algún lugar al que pertenezco, sólo que no logro
encontrarlo.
Ayer estaba demasiado cansada para ir a Orientación. Meredith recogió
mi programa por mí, pero yo no tuve ganas de hablar con ella por
teléfono. Tía Judith dijo a todos los que llamaban que tenía jet lag y
dormía, pero me observó durante la cena con una curiosa expresión en el
rostro.
Tengo que ver a la pandilla hoy, no obstante. Se supone que debemos
encontrarnos en el aparcamiento antes del instituto. ¿Estoy asustada por
eso? ¿Les tengo miedo?
Elena Gilbert dejó de escribir. Contempló fijamente la última línea que
había escrito y luego meneó la cabeza, con la pluma cerniéndose sobre el
pequeño libro con tapa de terciopelo azul. Luego, con un gesto repentino,
alzó la cabeza, y arrojó pluma y libro a la gran ventana mirador, donde
rebotaron inofensivamente y aterrizaron sobre el tapizado asiento interior
que había al pie de la ventana.
Todo era tan totalmente ridículo...
¿Desde cuándo ella, Elena Gilbert, había tenido miedo de reunirse con
gente? ¿Desde cuándo la había asustado nada? Se puso en pie y, llena de
enfado, introdujo los brazos en un quimono de seda roja. Ni siquiera echó
una ojeada al trabajado espejo Victoriano sobre el tocador de madera de
cerezo; sabía lo que vería. Elena Gilbert, rubia, esbelta y fantástica, la que
marcaba tendencias, la alumna de último curso de secundaría, la chica
que todos los chicos deseaban y que todas las chicas querían ser. La chica
que justo en aquellos momentos mostraba una cara de pocos amigos y
tenía los labios apretados.
«Un baño caliente y un poco de café y me tranquilizaré», pensó. El ritual
matutino de darse un baño y vestirse resultó relajante y se lo tomó con
parsimonia, revisando los nuevos conjuntos traídos de París. Finalmente
eligió una combinación de un top rojo y unos shorts blancos de lino que le
daban un aspecto muy atractivo. «Bastante apetitosa», pensó, y el espejo
mostró una muchacha con una sonrisa inescrutable. Sus anteriores
temores se habían desvanecido, olvidados.
—¿Elena? ¿Dónde estás? ¡Llegarás tarde al instituto! —La voz ascendió
débilmente desde abajo.
Elena volvió a pasar el cepillo por su melena sedosa y la sujetó atrás
con una cinta de un rojo intenso. Luego cogió su mochila y descendió la
escalera.
~7~





En la cocina, Margaret, de cuatro años, comía cereales sentada a la
mesa, y tía Judith cocinaba algo en los fogones. Tía Judith era la clase de
mujer que siempre parecía vagamente aturallada; tenía un rostro delgado
y afable y un cabello claro y lacio echado hacia atrás descuidadamente.
Elena le dio un beso en la mejilla.
—¡Buenos días a todo el mundo! Lamento no tener tiempo para
desayunar.
—Pero, Elena, no puedes salir así sin comer. Necesitas tus proteínas...
—Comeré una rosquilla antes del instituto —respondió ella con
vivacidad.
Depositó un beso en la rubia cabeza de Margaret y dio la vuelta para
marcharse.
—Pero, Elena...
—Y probablemente iré a casa de Bonnie o Meredith después de clase, de
modo que no me esperéis para cenar. ¡Adiós!
—Elena...
Elena estaba ya en la puerta principal. La cerró tras ella, cortando las
distantes protestas de tía Judith, y salió al porche delantero.
Y se detuvo.
Todas las malas sensaciones de la mañana volvieron a abalanzarse
sobre ella. La ansiedad, el miedo. Y la certeza de que algo terrible estaba a
punto de ocurrir.
La calle Maple estaba desierta. Las altas casas victorianas parecían
extrañas y silenciosas, como si todas estuvieran vacías por dentro, como
las casas de un plató abandonado. Parecían vacías de gente, pero llenas
de extrañas cosas vigilantes.
Eso era: algo la vigilaba. El cielo sobre su cabeza no era azul, sino
lechoso y opaco, como un cuenco gigante vuelto boca abajo. El aire era
sofocante, y Elena tuvo la seguridad de que había ojos observándola.
Vio algo oscuro en las ramas del viejo membrillo que había frente a la
casa.
Era un cuervo, tan inmóvil como las hojas teñidas de amarillo de su
alrededor. Y era la cosa que la observaba.
Intentó decirse que era ridículo, pero en cierto modo lo sabía. Era el
cuervo más grande que había visto nunca, gordo y brillante, con arcos iris
centelleando en sus plumas negras. Podía ver cada detalle con claridad:
las ávidas garras oscuras, el afilado pico, el individual y centelleante ojo
negro.
Estaba tan quieto que podría haber sido un modelo en cera de un ave
colocado allí. Pero mientras lo contemplaba fijamente, Elena se sintió
enrojecer poco a poco, el calor ascendiendo en oleadas por la garganta y
las mejillas. Porque... la miraba a ella. La miraba del modo con que los
~8~





chicos la miraban cuando llevaba un bañador o una blusa muy fina. Como
si la desvistiera con los ojos.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, ya había soltado la mochila y
cogido una piedra de la entrada.
—¡Fuera de aquí! —dijo, y oyó la temblorosa cólera de su propia voz—.
¡Vamos! ¡Vete! —Con la última palabra, arrojó la piedra.
Hubo una explosión de hojas, pero el cuervo remontó el vuelo indemne.
Las alas eran enormes y hacían tanto ruido como toda una bandada de
cuervos. Elena se acuclilló, repentinamente presa del pánico, cuando el
ave aleteó justo por encima de su cabeza, alborotando sus cabellos rubios
con el viento producido por las alas.
Pero volvió a alzarse abruptamente y describió un círculo, una silueta
negra recortada en el cielo blanco como el papel. Luego, con un graznido
ronco, giró y se marchó en dirección al bosque.
Elena se irguió despacio, luego miró en derredor, cohibida. No podía
creer lo que acababa de hacer. Pero ahora que el pájaro se había ido, el
cielo volvía a parecer normal. Un leve viento agitó las hojas, y Elena aspiró
profundamente. Calle abajo, una puerta se abrió y varios niños salieron en
tropel, riendo.
Elena les sonrió y volvió a tomar aire, sintiendo que una sensación de
alivio la inundaba igual que la luz solar. ¿Cómo podía haber sido tan
estúpida? Era un día hermoso, que prometía mucho, y nada malo iba a
suceder.
Nada malo iba a suceder; excepto que llegaría tarde al instituto. Toda la
pandilla la estaría aguardando en el aparcamiento.
Siempre podía contarles a todos que se había detenido para arrojarle
piedras a un mirón, se dijo, y casi soltó una risita divertida. Eso sí les daría
algo en que pensar.
Sin siquiera una mirada atrás al membrillo, empezó a andar tan de prisa
como pudo calle abajo.
El cuervo se abrió paso violentamente por entre la parte superior de un
roble enorme, y la cabeza de Stefan se alzó de golpe de un modo reflejo.
Cuando vio que no era más que un pájaro, se relajó.
Sus ojos descendieron hasta la blanca figura flácida en sus manos, y
notó que el rostro se le crispaba con pesar. No había querido matarlo.
Habría cazado algo mayor que un conejo de haber sabido lo hambriento
que estaba. Pero, claro, eso era justo lo que lo asustaba: no saber nunca lo
fuerte que sería el hambre, o qué tendría que hacer para satisfacerla.
Tenía suerte de haber matado sólo a un conejo en esa ocasión.
~9~






Se puso en pie bajo los viejos robles, con la luz del sol filtrándose hasta
sus cabellos rizados. En téjanos y con una camiseta, Stefan Salvatore tenía
todo el aspecto de un alumno normal y corriente de secundaria.
No lo era.
Se había internado en lo más profundo del bosque, donde nadie podría
verlo, para alimentarse, y en aquellos momentos se pasaba la lengua a
conciencia por encías y labios, para asegurarse de que no había ninguna
mancha en ellos. No quería correr riesgos. Ya iba a ser bastante difícil
llevar a cabo aquella mascarada.
Por un momento se preguntó, una vez más, si no debería dejarlo correr.
Quizá debería regresar a Italia, de vuelta a su escondite. ¿Qué le hacía
pensar que podía reincorporarse al mundo de la luz diurna?
Pero estaba cansado de vivir en sombras. Estaba cansado de la
oscuridad y de las cosas que vivían en ella. Sobre todo, estaba cansado de
estar solo.
No estaba seguro de por qué había escogido Fell's Church, en Virginia.
Era una ciudad joven, según su criterio; los edificios más antiguos los
habían levantado hacía sólo un siglo y medio. Pero recuerdos y fantasmas
de la guerra de Secesión todavía vivían allí, tan reales como los
supermercados y los locales de comida rápida.
Stefan apreciaba el respeto por el pasado y pensaba que podría llegar a
gustarle la gente de Fell's Church. Y a lo mejor —sólo a lo mejor— podría
encontrar un lugar entre ella.
Jamás le aceptarían por completo, desde luego. Una amarga sonrisa
curvó sus labios ante la idea. Sabía bien que no podía esperar eso. Jamás
habría un lugar al que pudiera pertenecer por completo, donde pudiera ser
realmente él.
A menos que eligiera pertenecer a las sombras...
Desechó la idea violentamente. Había renunciado a la oscuridad; había
dejado atrás las sombras. Estaba borrando todos aquellos largos años y
empezando otra vez, hoy.
Advirtió que todavía sostenía el conejo. Con suavidad, lo depositó sobre
el lecho de hojas secas de roble. A lo lejos, demasiado lejos para que el
oído humano lo captara, reconoció los sonidos de un zorro.
«Apresúrate, camarada cazador —pensó entristecido—. Te espera el
desayuno.»
Al echarse la chaqueta sobre los hombros, reparó en el cuervo que lo
había perturbado antes. Seguía posado en el roble y parecía observarle.
Había algo que resultaba impropio en él.
Empezó a lanzar un pensamiento de sondeo en su dirección, para
examinar al ave, y se detuvo. «Recuerda tu promesa —pensó—. No usarás
los Poderes a menos que sea absolutamente necesario. No a menos que
no haya otra posibilidad.»
~10~



Moviéndose casi en silencio por entre las hojas y las ramitas secas, se
encaminó hacia el linde del bosque. Su coche estaba aparcado allí. Miró
hacia atrás una vez y vio que el cuervo había abandonado las ramas y
saltado sobre el conejo.
Había algo siniestro en el modo en que extendía las alas sobre el cuerpo
blanco y flácido, algo siniestro y triunfal. A Stefan se le hizo un nudo en la
garganta y estuvo a punto de volver atrás para ahuyentar al pájaro. Con
todo, tenía tanto derecho a comer como el zorro, se dijo.
Tanto derecho como él mismo.
Si volvía a tropezarse con el ave, echaría una mirada en su mente,
decidió. Por el momento, apartó los ojos de él y corrió a través del bosque,
con expresión decidida. No quería llegar tarde al instituto de secundaria
Robert E. Lee.
~11~
Capítulo 2
En cuanto puso el pie en el aparcamiento del instituto, Elena se vio
rodeada. Todo el mundo estaba allí, la pandilla que no había visto desde
finales de junio, más cuatro o cinco advenedizas que esperaban obtener
popularidad por asociación. Uno a uno aceptó los abrazos de bienvenida
de su propio grupo.
Caroline había crecido al menos casi tres centímetros y resultaba más
sensual y más parecida a una modelo de Vogue que nunca. Recibió a
Elena con frialdad y volvió a retroceder con los verdes ojos entrecerrados
como los de un gato.
Bonnie no había crecido en absoluto y su rizada cabeza roja apenas le
llegaba a Elena a la barbilla cuando le arrojó los brazos al cuello. «Un
momento... ¿rizos?», pensó Elena. Apartó a la menuda muchacha.
—¡Bonnie! ¿Qué le has hecho a tu cabello?
—¿Te gusta? Creo que me hace parecer más alta.
Bonnie se ahuecó el ya ahuecado flequillo y sonrió, los ojos castaños
centelleando emocionados y el menudo rostro ovalado encendido.
Elena siguió adelante.
—Meredith. No has cambiado nada.
Aquel abrazo fue igualmente afectuoso por ambas partes. Había echado
de menos a Meredith más que a nadie, se dijo Elena, mirando a la alta
muchacha. Meredith jamás llevaba maquillaje; pero, por otra parte, con su
perfecta tez aceitunada y sus espesas pestañas negras, no lo necesitaba.
Justo en aquel momento tenía una elegante ceja enarcada mientras
estudiaba a Elena.
—Bueno, tus cabellos son dos tonos más claros debido al sol... Pero
¿dónde está tu bronceado? Creía que te estabas dando la gran vida en la
Costa Azul.
—Ya sabes que nunca me bronceo.
Elena le enseñó las manos para que las inspeccionara. La piel estaba
impecable, igual que porcelana, pero casi tan blanca y traslúcida como la
de Bonnie.
—Sólo un minuto; esto me recuerda algo —terció Bonnie, agarrando una
de las manos de Elena—. ¡Adivinad qué aprendí de mi prima este verano!
~12~
—Antes de que nadie pudiera hablar, ella misma comunicó triunfal—: ¡A
leer las manos!
Se escucharon gemidos y algunas carcajadas.
—Reíd todo lo que queráis —replicó Bonnie, sin mostrarse afectada—. Mi
prima me dijo que soy médium. Ahora, veamos...
Escrutó la palma de Elena.
—Date prisa o vamos a llegar tarde —dijo Elena, un tanto impaciente.
—De acuerdo, de acuerdo. Bien, ésta es tu línea de la vida... ¿o es la
línea del corazón? —En el grupo, alguien lanzó una risita—. Silencio; estoy
penetrando en el vacío. Veo... Veo… —de improviso, el rostro de Bonnie
pareció desconcertado, como si se hubiera sobresaltado. Los ojos castaños
se abrieron de par en par, pero ya no parecía contemplar la mano de
Elena. Era como si mirara a través de ella... a algo aterrador.
—Conocerás a un desconocido alto y moreno —murmuró Meredith
desde detrás de ella y se escuchó un aluvión de risitas.
—Moreno sí, y un desconocido..., pero no alto —la voz de Bonnie sonaba
baja y lejana.
—Aunque —prosiguió tras un instante, con aspecto perplejo—, fue alto
en una ocasión. —Los abiertos ojos castaños se alzaron hacia Elena
desconcertados—. Pero eso es imposible... ¿verdad? —Soltó la mano de su
amiga, casi arrojándola lejos—. No quiero ver más.
—Muy bien, se acabó el espectáculo. Vamos —dijo Elena a las demás,
vagamente irritada.
Siempre le había parecido que los trucos de las médiums no eran más
que eso, trucos. Entonces, ¿por qué se sentía molesta? ¿Sólo porque
aquella mañana casi le había dado un ataque...?
Las jóvenes iniciaron la marcha hacia el edificio de la escuela, pero el
rugido de un motor puesto a punto con precisión las detuvo a todas en
seco.
—Vaya —dijo Caroline, mirándolo fijamente—. Menudo coche.
—Menudo Porsche —la corrigió Meredith con sequedad.
El elegante Turbo 911 negro ronroneó por el aparcamiento, buscando un
espacio mientras se movía perezosamente como una pantera acechando a
su presa.
Cuando el automóvil se detuvo, la puerta se abrió y tuvieron una breve
visión del conductor.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Caroline.
—Ya puedes repetirlo —musitó Bonnie.
Desde donde se encontraba, Elena vio que el joven tenía un cuerpo
delgado de musculatura plana. Llevaba unos vaqueros descoloridos que
probablemente tenía que despegar del cuerpo por la noche, una camiseta
~13~





ajustada y una chaqueta de cuero de un corte poco común. El cabello era
ondulado... y oscuro.
No era alto, sin embargo. Tenía una altura corriente.
Elena soltó el aliento que había contenido.
—¿Quién es ese hombre enmascarado? —preguntó Meredith.
El comentario era acertado: unas oscuras gafas de sol cubrían
completamente los ojos del joven, ocultando el rostro como una máscara.
—Ese desconocido enmascarado —dijo alguien más y se elevó un
murmullo de voces.
—¿Veis esa chaqueta? Es italiana, seguro.
—¿Cómo puedes saberlo? ¡Nunca has ido más allá de Little Italy de
Nueva York!
—¡Uh, ah! Elena vuelve a tener esa mirada. Esa expresión cazadora.
—Bajo-moreno-y-apuesto, será mejor que tengas cuidado.
—¡No es bajo; es perfecto!
En medio del parloteo, la voz de Caroline se dejó oír de repente.
—Vamos, Elena. Tú ya tienes a Matt. ¿Qué más quieres? ¿Qué puedes
hacer con dos que no puedas hacer con uno?
—Lo mismo... sólo que durante más tiempo —dijo Meredith arrastrando
las palabras y el grupo prorrumpió en carcajadas.
El muchacho había cerrado el coche y caminaba hacia la escuela. Con
indiferencia, Elena empezó a andar tras él, con las otras chicas justo
detrás de ella en un grupo compacto. Por un instante, la irritación burbujeó
en su interior. ¿Es que no podía ir a ninguna parte sin toda una procesión
pisándole los talones? Pero Meredith atrajo su mirada, y la muchacha
sonrió a pesar suyo.
Noblesse oblige —dijo Meredith en voz baja.
—¿Qué?
—Si vas a ser la reina del instituto, tienes que aguantar las
consecuencias.
Elena torció el gesto mientras entraban en el edificio. Un largo pasillo se
extendía ante ellas, y una figura en téjanos y chaqueta de cuero
desaparecía en aquel momento por la entrada de la secretaría situada
más allá. Elena aminoró el paso al acercarse a la secretaría, deteniéndose
por fin para contemplar pensativa los mensajes del tablero de anuncios de
corcho situado junto a la puerta. En aquel punto había una gran ventana
desde la que resultaba visible toda la habitación.
Las otras chicas miraban descaradamente por la ventana y reían
tontamente.
—Hermosa vista posterior.
~14~






—Ésa es sin lugar a dudas una chaqueta Armani.
—¿Creéis que es de fuera del estado?
Elena aguzaba el oído para captar el nombre del muchacho. Parecía
existir alguna especie de problema: la señora Clarke, la secretaria de
admisiones, miraba una lista y negaba con la cabeza. El muchacho dijo
algo, y la señora Clarke levantó las manos en un gesto que daba a
entender: «¿Qué puedo hacer?». Deslizó un dedo por la lista y volvió a
negar con la cabeza, de manera concluyente. El muchacho hizo intención
de marcharse y luego dio la vuelta. Y cuando la señora Clarke alzó los ojos
hacia él, su expresión cambió.
El desconocido tenía ahora las gafas de sol en la mano. La señora Clarke
parecía sobresaltada por algo; Elena vio cómo pestañeaba varias veces.
Los labios de la mujer se abrieron y cerraron como si intentara hablar.
Elena deseó poder ver algo más que el cogote del muchacho. La señora
Clarke buscaba entre pilas de papel en aquellos momentos, con expresión
aturdida. Por fin encontró alguna especie de formulario y escribió en él,
luego lo giró y lo empujó hacia el muchacho.
Éste escribió brevemente en el impreso —firmándolo, probablemente—
y lo devolvió. La señora Clarke lo miró fijamente durante un segundo,
luego rebuscó en un nuevo montón de papeles, para finalmente entregarle
lo que parecía un horario de clases. Sus ojos no se apartaron ni un
momento del joven mientras éste lo tomaba, inclinaba la cabeza en
agradecimiento y se dirigía hacia la puerta.
Elena estaba loca de curiosidad a aquellas alturas. ¿Qué acababa de
suceder allí? ¿Y qué aspecto tenía el rostro de aquel desconocido? Pero
mientras salía de la secretaría, él se colocaba ya otra vez las gafas de sol.
La embargó la desilusión.
Con todo, pudo ver el resto de la cara cuando él se detuvo en la
entrada. El cabello oscuro y rizado enmarcaba facciones tan delicadas que
podían haber sido sacadas de una antigua moneda o un medallón
romanos. Pómulos prominentes, una clásica nariz recta... y una boca capaz
de mantenerte despierta por la noche, se dijo Elena. El labio superior
estaba maravillosamente esculpido, con cierta sensibilidad y una gran
cantidad de sensualidad. El parloteo de las chicas en el pasillo había
cesado, como si alguien hubiese pulsado un interruptor.
La mayoría desviaba la mirada del muchacho ahora, ojeando a cualquier
sitio excepto a él. Elena mantuvo su puesto junto a la ventana y sacudió la
cabeza ligeramente, quitándose la cinta del pelo de modo que éste cayó
suelto alrededor de los hombros.
Sin mirar ni a un lado ni a otro, el muchacho avanzó por el pasillo. Un
coro de suspiros y susurros estalló en cuanto él ya no pudo oírlos.
Elena no oyó nada de todo ello.
Había pasado justo a su lado sin prestarle atención, se dijo, aturdida.
Justo a su lado sin dirigirle ni una mirada.
~15~
L. J. Smith Despertar
Vagamente, advirtió que sonaba la campana y que Meredith tiraba de su
brazo.
—¿Qué?
—He dicho que aquí tienes tu horario. Tenemos matemáticas en el
segundo piso, justo ahora. ¡Vamos!
Elena permitió que Meredith la empujara pasillo adelante, la hiciera
subir un tramo de escaleras y la introdujera en un aula. Se instaló
automáticamente en un asiento vacío y clavó los ojos en la profesora, que
estaba delante, sin verla en realidad. La impresión aún no se había
desvanecido.
Había pasado por su lado sin prestarle atención. Sin una mirada. No
recordaba cuánto hacía que un muchacho había hecho eso. Todos
miraban, como mínimo. Algunos silbaban. Algunos se detenían a hablar.
Otros se limitaban a mirarla fijamente.
Y aquello siempre había complacido a Elena.
Al fin y al cabo, ¿había algo más importante que los chicos? Ellos eran el
indicador de lo popular que eras, de lo bonita que eras. Y podían ser útiles
para toda clase de cosas. En ocasiones resultaban excitantes, pero por lo
general eso no duraba demasiado. A veces eran desagradables desde el
principio.
La mayoría de los chicos, reflexionó Elena, eran como cachorros.
Adorables en su ambiente, pero prescindibles. Unos pocos podían ser más
que eso, podían convertirse en auténticos amigos. Como Matt.
Ah, Matt. El año anterior había esperado que fuera la persona que
buscaba, el chico que podía hacerle sentir..., bueno, algo más. Más que el
arrebato triunfal de hacer una conquista, el orgullo de exhibir la nueva
adquisición ante las otras chicas. Y realmente había llegado a sentir un
afecto auténtico por Matt. Pero en el transcurso del verano, cuando tuvo
tiempo de pensar, comprendió que era el afecto que sentiría por una
prima o una hermana.
La señorita Halpern estaba distribuyendo los libros de texto. Elena tomó
el suyo mecánicamente y escribió su nombre en el interior, sumida aún en
sus reflexiones.
Le gustaba Matt más que cualquier otro chico que había conocido. Y por
eso iba a tener que decirle que todo había terminado.
No había sabido cómo decírselo por carta. Tampoco sabía cómo
decírselo ahora. No era que temiera que él fuera a montar un número;
sencillamente, no lo comprendería. Ella tampoco lo comprendía en
realidad.
Era como si siempre intentara alcanzar... algo. Sólo que cuando pensaba
que lo había conseguido, no estaba allí. No con Matt, no con ninguno de
los chicos con los que había salido.
~16~
Y entonces tenía que volver a empezar desde el principio. Por suerte,
siempre había material nuevo. Ningún chico se le había resistido, y ningún
chico la había desairado jamás. Hasta aquel momento.
Hasta aquel momento. Recordando aquel instante en el vestíbulo, Elena
descubrió que tenía los dedos crispados sobre el bolígrafo que sostenía.
Seguía sin poder creer que la hubiese ignorado de aquel modo.
Sonó la campana y todo el mundo salió en tropel del aula, pero Elena se
detuvo en la entrada. Se mordió el labio, escrutando el río de estudiantes
que cruzaba el pasillo. Entonces distinguió a una de las chicas que habían
estado pululando a su alrededor en el aparcamiento.
—¡Francés! Ven aquí.
La aludida se acercó entusiasmada, con el poco agraciado rostro
iluminándose.
—Escucha, Francés, ¿recuerdas a ese chico de esta mañana?
—¿El del Porsche y los... ejem... activos personales? ¿Cómo podría
olvidarle?
—Bueno, quiero su horario de clases. Consigúelo en la secretaría si
puedes, o copíalo de él si es necesario. ¡Pero hazlo!
Francés se mostró sorprendida por un instante, luego sonrió de oreja a
oreja y asintió.
—De acuerdo, Elena, lo intentaré. Me reuniré contigo a la hora del
almuerzo si puedo conseguirlo.
—Gracias.
Elena contempló a la muchacha mientras ésta se alejaba.
—¿Sabes?, estás realmente loca —dijo la voz de Meredith en su oído.
—¿De qué sirve ser la reina de la escuela si no puedes abusar un poco
de tu autoridad a veces? —replicó ella con tranquilidad—. ¿Adonde voy
ahora?
—Tecnología. Toma, quédatelo —Meredith le tendió bruscamente un
horario—. Tengo que ir corriendo a química. ¡Nos vemos luego!
Tecnología y el resto de la mañana pasaron de un modo vago. Elena
había esperado vislumbrar otra vez al nuevo alumno, pero no estaba en
ninguna de sus clases. Matt sí estaba en una y sintió una punzada cuando
los ojos azules de él se encontraron con los suyos con una sonrisa.
Al sonar la campana del almuerzo, saludó con la cabeza a derecha e
izquierda mientras iba hacia la cantina. Caroline estaba fuera, plantada
con aire indiferente contra una pared con la barbilla alzada, los hombros
echados hacia atrás y las caderas adelantadas. Los dos muchachos con los
que hablaba callaron y se dieron codazos al acercarse Elena.
—Hola —saludó lacónica Elena a los chicos, y luego le dijo a Caroline—:
¿Lista para entrar y comer?
~17~
Los ojos verdes de la muchacha apenas oscilaron en dirección a Elena, y
se apartó unos brillantes cabellos castaño rojizos del rostro.
—¿En la mesa real? —preguntó.
Elena se sintió desconcertada. Caroline y ella habían sido amigas desde
el jardín de infancia, y siempre habían competido entre sí con buen humor.
Pero últimamente algo le había sucedido a Caroline, que había empezado
a tomarse la rivalidad cada vez más en serio. Y en aquel momento, a
Elena le sorprendió la amargura en la voz de la otra muchacha.
—Bueno, no se puede decir precisamente que tú pertenezcas a la plebe
—respondió en tono ligero.
—Ah, en eso tienes mucha razón —respondió Caroline, girando para
colocarse totalmente de cara a Elena.
Sus ojos verdes estaban entrecerrados y velados, y a Elena le
impresionó la hostilidad que vio en ellos. Los dos muchachos sonrieron
inquietos y se alejaron poco a poco.
Caroline no pareció advertirlo.
—Muchas cosas han cambiado mientras estabas fuera este verano,
Elena —prosiguió—. Y simplemente es posible que tu tiempo en el trono se
esté acabando.
Elena había enrojecido; lo notaba. Se esforzó por mantener la voz
tranquila.
—Es posible —respondió—. Pero yo no me compraría aún un cetro si
fuera tú, Caroline. —Dio la vuelta y entró en el comedor.
Fue un alivio ver a Meredith y a Bonnie, y a Francés junto a ellas. Sintió
cómo sus mejillas se enfriaban mientras elegía su almuerzo e iba a
reunirse con ellas. No dejaría que Caroline la trastornara; no pensaría en
absoluto en ella.
—Lo tengo —anunció Francés, agitando un trozo de papel cuando Elena
se sentó.
—Y yo tengo cosas interesantes que contar —dijo Bonnie, dándose
importancia—. Elena, escucha esto. Está en mi clase de biología y me
siento justo al otro lado. Su nombre es Stefan, Stefan Salvatore, viene de
Italia, y se hospeda en casa de la vieja señora Flowers, en las afueras de la
ciudad. —Suspiró—. Es tan romántico... A Caroline se le cayeron los libros
y él se los recogió.
—Qué torpe es Caroline —comentó Elena, torciendo el gesto—. ¿Qué
más sucedió?
—Bueno, eso es todo. En realidad no habló con ella. Es muuuy
misterioso, ¿sabes? La señora Endicott, mi profesora de biología, intentó
conseguir que se quitara las gafas, pero no quiso hacerlo. Padece una
afección.
—¿Qué clase de afección?
~18~
—No lo sé. A lo mejor es terminal y sus días están contados. ¿No sería
eso romántico?
—Oh, mucho —dijo Meredith.
Elena revisaba la hoja de papel de Francés, mordiéndose el labio.
—Está en mi séptima hora, Historia Europea. ¿Alguien más tiene esa
clase?
—Yo —respondió Bonnie—. Y creo que Caroline también la tiene. Ah, y a
lo mejor Matt; dijo algo ayer sobre lo mala que era su suerte al tener al
señor Tanner.
Maravilloso, se dijo Elena, tomando el tenedor y acuchillando su puré de
patatas. Parecía que la séptima hora iba ser sumamente interesante.
Stefan se alegró de que el día escolar finalizara ya. Deseaba abandonar
aquellas habitaciones y pasillos atestados, aunque solo fuera unos
minutos.
Tantas mentes. La presión de tantas pautas de pensamiento, de tantas
voces mentales rodeándole, lo mareaba. Hacía años que no había estado
en medio de una multitud de gente como aquélla.
Una mente en particular destacaba de las demás. Ella había estado
entre los que lo observaban en el pasillo principal del edificio del instituto.
No sabía qué aspecto tenía la muchacha, pero su personalidad era
poderosa. Estaba seguro de que volvería a reconocerla.
Hasta el momento, al menos, había sobrevivido al primer día de la
mascarada. Había usado los Poderes sólo dos veces y además con
moderación. Pero estaba cansado, y, admitió con pesar, hambriento. El
conejo no había sido suficiente.
Ya se preocuparía de eso más tarde. Localizó su última aula y se sentó.
E inmediatamente sintió la presencia de aquella mente otra vez.
En el límite de su conciencia, una luz dorada, suave y a la vez vital,
resplandecía. Y, por primera vez, consiguió localizar a la chica de la que
procedía. Estaba sentada justo frente a él.
En el mismo instante en que lo pensaba, ella volvió la cabeza y él le vio
la cara. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzar una exclamación
de sorpresa.
¡Katherine! Pero, desde luego, no podía ser. Katherine estaba muerta,
nadie lo sabía mejor que él.
Con todo, el parecido era asombroso. Aquel cabello de un dorado pálido,
tan rubio que parecía brillar tenuemente. Aquella piel cremosa, que
siempre le había hecho pensar en cisnes o en alabastro, sonrojándose con
un leve tono rosa sobre los pómulos. Y los ojos... Los ojos de Katherine
habían sido de un color que no había visto nunca antes; más oscuros que
~19~
el azul celeste, tan intensos como el lapislázuli de su enjoyada diadema.
Esa chica tenía los mismos ojos.
Y estaban puestos directamente en él mientras le sonreía.
Rápidamente, bajó los ojos, apartándolos de la sonrisa. Lo que menos
deseaba era pensar en Katherine. No quería mirar a aquella chica que se
la recordaba y no quería seguir sintiendo su presencia. Mantuvo los ojos
puestos en el pupitre, bloqueando su mente con toda la energía de que
fue capaz. Y por fin, lentamente, ella volvió la cabeza otra vez.
Se sentía herida. Incluso a través de los bloqueos, lo percibió. No le
importó. De hecho, le satisfacía, y esperó que eso la mantuviera lejos de
él. Aparte de eso, no sentía ninguna otra cosa por ella.
No dejó de decirse eso mientras permanecía allí sentado, con la voz
monótona del profesor vertiéndose sobre él sin que la oyera. Pero podía
oler un sutil deje de algún perfume..., violetas, se dijo. Y el delgado cuello
blanco de la chica estaba inclinado sobre su libro, con el cabello cayendo a
ambos lados de él.
Lleno de ira y contrariedad, reconoció la seductora sensación en sus
dientes..., más un hormigueo o un cosquilleo que un dolor persistente. Era
hambre, un hambre específica. Y no una que pensara satisfacer.
El profesor paseaba por la habitación como un hurón, haciendo
preguntas, y Stefan fijó deliberadamente su atención en el hombre. En un
principio se sintió perplejo, pues a pesar de que ninguno de los alumnos
sabía las respuestas, las preguntas seguían llegando. Entonces
comprendió que ése era el propósito del profesor. Avergonzar a los
alumnos con lo que no sabían.
En aquel mismo instante había encontrado a otra víctima, una
muchacha menuda con abundantes rizos rojos y una cara en forma de
corazón. Stefan contempló con disgusto cómo el profesor la importunaba a
preguntas. La muchacha parecía muy desgraciada cuando él se apartó de
ella para dirigirse a toda la clase.
—¿Veis a lo que me refiero? Pensáis que sois una gran cosa; estudiantes
de último curso ya, listos para graduarse. Bien, dejad que os diga esto,
algunos de vosotros no estáis preparados ni para graduaros del jardín de
infancia. ¡Como esto! —Señaló en dirección a la chica pelirroja—. Ni idea
sobre la Revolución francesa. Cree que María Antonieta era una estrella
del cine mudo.
Los alumnos que rodeaban a Stefan empezaron a removerse incómodos.
Pudo percibir el rencor en sus mentes y la humillación. Y el miedo. Todos
temían a aquel hombrecillo delgado con ojos parecidos a los de una
comadreja, incluso los chicos grandotes que eran más altos que él.
—De acuerdo, probemos otra época. —El profesor se volvió de nuevo
hacia la misma chica a la que había estado interrogando—. Durante el
Renacimiento... —Se interrumpió—. Sabes al menos qué es el
Renacimiento, ¿verdad? El período entre los siglos XIII y XVII, durante el
que Europa redescubrió las grandes ideas de la antigua Grecia y Roma. El
~20~
período que alumbró a tantos de los artistas y pensadores más
importantes de Europa. —Cuando la chica asintió atropelladamente, él
prosiguió—: Durante el Renacimiento, ¿qué estarían haciendo los alumnos
de vuestra edad en la escuela? ¿Alguna idea? ¿Se te ocurre algo?
La muchacha tragó con fuerza y, con una débil sonrisa, dijo:
—¿Jugar a rugby?
Ante las carcajadas que siguieron, el rostro del profesor se ensombreció.
—¡Más bien no! —le espetó, y la clase se acalló—. ¿Creéis que esto es
un chiste? Pues bien, en esos días, los estudiantes de vuestra edad
dominaban ya varios idiomas. También habían llegado a ser expertos en
lógica, matemáticas, astronomía, filosofía y gramática. Estaban listos para
pasar a una universidad en la que cada curso se enseñaba en latín. El
rugby sería rotundamente la última cosa en la que...
—Perdone.
La sosegada voz detuvo al profesor en mitad de la arenga. Todo el
mundo se volvió para mirar a Stefan.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—He dicho, perdone —repitió Stefan, quitándose las gafas y poniéndose
en pie—. Pero está equivocado. A los estudiantes del Renacimiento se les
animaba a participar en juegos. Se les enseñaba que un cuerpo sano
conlleva una mente sana. Y, desde luego, tenían deportes de equipo,
como criquet, tenis... e incluso rugby. —Volvió la cabeza hacia la chica
pelirroja y sonrió, y ella le devolvió la sonrisa con gratitud; dirigiéndose al
profesor, añadió—: Pero las cosas más importantes que aprendían eran
buenos modales y urbanidad. Estoy seguro de que su libro se lo dirá.
Algunos alumnos sonreían abiertamente. El rostro del profesor estaba
rojo de rabia y el hombre farfullaba. Pero Stefan siguió sosteniéndole la
mirada, y al cabo de un minuto fue el otro quien desvió los ojos.
Sonó la campana.
Stefan se puso rápidamente las gafas y recogió sus libros. Ya había
atraído más atención sobre sí de la que debería, y no quería tener que
mirar a la chica rubia otra vez. Además, necesitaba salir de allí
rápidamente; notaba una familiar sensación abrasadora en sus venas.
Cuando llegaba a la puerta, alguien gritó:
—¡Eh! ¿Realmente jugaban a rugby en aquellos tiempos?
No pudo evitar lanzar una sonrisa burlona por encima del hombro.
—Claro que sí. A veces con las cabezas cortadas de los prisioneros de
guerra.
Elena le observó mientras se alejaba. La había rechazado
deliberadamente. La había desairado a propósito, y delante de Caroline,
que no le había quitado los ojos de encima. Las lágrimas ardían en sus
ojos, pero en aquel momento sólo una idea bullía en su cabeza.
~21~
Lo tendría, incluso aunque le fuera la vida en ello. Aunque les fuera la
vida a los dos, lo tendría.
~22~
Capítulo 3
La primera luz del amanecer veteaba la noche de rosa y del verde más
pálido. Stefan la observó desde la ventana de su habitación en la casa de
huéspedes. Había alquilado aquella habitación específicamente debido a
la trampilla del techo, una trampilla que daba a la plataforma de
observación del tejado situado encima. En aquel momento, la trampilla
estaba abierta, y un viento fresco y húmedo descendía por la escalera
situada debajo. Stefan estaba totalmente vestido, pero no porque hubiera
madrugado. No se había acostado.
Acababa de regresar del bosque y llevaba algunos restos de hojas
húmedas pegados a un lado de la bota. Los retiró meticulosamente. Los
comentarios de los estudiantes del día anterior no le habían pasado por
alto y sabía que se habían fijado en sus ropas. Siempre se había vestido
con lo mejor, no sólo por vanidad, sino porque era lo correcto. Su tutor lo
había dicho a menudo: «Un aristócrata debería vestir como corresponde a
su posición. Si no lo hace, muestra desprecio por los demás».
¿Por qué se dedicaba a pensar en aquellas cosas? Claro, debería haber
comprendido que hacer el papel de un estudiante era probable que le
recordara sus propios días como alumno. En aquellos momentos, los
recuerdos le llegaban copiosamente, como si ojeara las páginas de un
diario, los ojos capturando una anotación aquí y allí. Una apareció
fugazmente ante él: el rostro de su padre cuando Damon había anunciado
que abandonaba la universidad. Jamás olvidaría eso. Jamás había visto a
su padre tan enojado...
—¿Qué quieres decir con que no vas a volver? —Giuseppe era por lo
general un hombre justo, pero tenía mal genio, y su hijo mayor hacia
aflorar la violencia que había en él.
Justo en aquel momento, ese hijo se tocaba ligeramente los labios con
un pañuelo de seda color azafrán.
—Había pensado que incluso tú podrías entender una frase tan simple,
padre. ¿Deseas que te la repita en latín?
—Damon... —empezó Stefan con severidad, consternado ante aquella
falta de respeto.
Pero su padre le interrumpió.
~23~
—¿Me estás diciendo que yo, Giuseppe, Conté di Salvatore, tendré que
presentarme ante mis amigos sabiendo que mi hijo es un scioparto? ¿Un
bueno para nada? ¿Un haragán que no aporta ninguna contribución útil a
Florencia?
Los criados se iban alejando lentamente a medida que Giuseppe se
encolerizaba más.
Damon ni siquiera pestañeó.
—Aparentemente. Si puedes llamar amigos a esos que te lisonjean con
la esperanza de que les prestes dinero.
Sporco parassito! —gritó Giuseppe, levantándose de su silla—. ¿No es
ya bastante malo que cuando estás en la escuela despilfarres tu tiempo y
mi dinero? Ah, sí, lo sé todo sobre el juego, las justas y las mujeres. Y sé
que de no ser por tu secretario y tus tutores suspenderías todos los
cursos. Pero ahora tienes la intención de deshonrarme totalmente. ¿Y por
qué? ¿Por qué? —Su enorme mano se alzó veloz para agarrar la barbilla de
Damon—. ¿Para poder regresar a tus cacerías y tu cetrería?
Stefan tuvo que hacerle justicia a su hermano; Damon ni siquiera se
echó atrás. Se mantuvo firme, casi repantigado en la mano de su padre
que lo sujetaba, un aristócrata de pies a cabeza, desde la gorra
elegantemente sencilla sobre la oscura cabeza pasando por la capa
ribeteada de armiño hasta llegar a los suaves zapatos de cuero. Su labio
superior estaba curvado en un gesto de absoluta arrogancia.
«Has ido demasiado lejos esta vez —pensó Stefan, observando a los dos
hombres, que se miraban fijamente a los ojos—. Ni siquiera tú serás capaz
de salir de ésta usando tus encantos.»
Pero justo entonces sonaron unos pasos suaves en la entrada del
estudio. Stefan volvió la cabeza y se quedó encandilado con unos ojos de
color lapislázuli enmarcados por largas pestañas doradas. Era Katherine.
Su padre, el barón Von Swartzschild, la había traído desde las frías tierras
de los príncipes alemanes a la campiña italiana, con la esperanza de que
esto ayudaría a que se recuperara de una larga enfermedad. Y desde el
día de su llegada, todo había cambiado para Stefan.
—Os pido disculpas. No era mi intención molestar.
Su voz era suave y nítida. Efectuó un leve gesto como para marcharse.
—No, no te vayas. Quédate —se apresuró a decir Stefan.
Quiso decir más, tomarle la mano..., pero no se atrevió. No con su padre
presente. Todo lo que pudo hacer fue mirar fijamente aquellos ojos azules,
como gemas, alzados hacia él.
—Sí, quedaos —dijo Giuseppe, y Stefan vio que la expresión furiosa de
su padre se había aclarado y que había soltado a Damon.
El noble se adelantó, alisando los gruesos pliegues de la larga toga
ribeteada en piel.
~24~
—Vuestro padre debería estar de regreso de sus negocios en la ciudad
hoy, y le encantará veros. Pero vuestras mejillas están pálidas, pequeña
Katherine. Espero que no volváis a estar enferma.
—Ya sabéis que siempre estoy pálida, señor. No utilizo colorete como
vuestras atrevidas muchachas italianas.
—No lo necesitas —dijo Stefan sin poder contenerse, y ella le sonrió.
Era tan hermosa... El muchacho sintió un dolor en el pecho.
—Y os veo demasiado poco durante el día —siguió su padre—. Casi
nunca nos concedéis el placer de vuestra compañía antes del crepúsculo.
—Llevo a cabo mis estudios y mis devociones en mis propios aposentos,
señor —respondió Katherine en voz queda, bajando las pestañas.
Stefan sabía que no era cierto, pero no dijo nada; jamás traicionaría el
secreto de Katherine. La muchacha volvió a alzar los ojos hacia el padre de
Stefan.
—Pero ahora estoy aquí, señor.
—Sí, sí, eso es cierto. Y debo ocuparme de que esta noche tengamos
una comida muy especial para celebrar el regreso de vuestro padre.
Damon..., hablaremos más tarde.
Mientras Giuseppe hacía una seña a un sirviente y marchaba con paso
decidido, Stefan se volvió hacia Katherine con deleite. Casi nunca podían
conversar sin la presencia de su padre o de Gudren, la imperturbable
doncella alemana de la joven.
Pero lo que Stefan vio fue como un puñetazo en el estómago, Katherine
sonreía..., aquella leve sonrisa reservada que tan a menudo había
compartido con él. Pero no le miraba a él. Miraba a Damon.
Stefan odió a su hermano en aquel momento, odió la belleza morena y
la gracia y la sensualidad de Damon, que atraían a las mujeres hacia él
como polillas a una llama. Quiso en ese momento golpear a Damon, hacer
pedazos aquella belleza. Pero tuvo que permanecer allí y contemplar cómo
Katherine avanzaba despacio hacia su hermano, paso a paso, con su
vestido de brocado dorado susurrando sobre el suelo de baldosas.
Y mientras él observaba, Damon extendió una mano hacia Katherine y
sonrió con la cruel sonrisa del triunfo...
Stefan se apartó de la ventana rápidamente.
¿Por qué volvía a abrir viejas heridas? Pero, incluso mientras lo pensaba,
sacó la delgada cadena de oro que llevaba bajo la camisa. Su pulgar y su
índice acariciaron el anillo que colgaba de ella y luego lo alzó hacia la luz.
El pequeño aro estaba exquisitamente labrado en oro, y cinco siglos no
habían amortiguado su lustre. Llevaba engarzada una única piedra, un
lapislázuli del tamaño de la uña de su meñique. Stefan lo contempló, luego
~25~
miró el grueso anillo de plata, también con un lapislázuli engarzado, de su
propia mano. En el pecho sintió una opresión familiar.
No podía olvidar el pasado y en realidad no deseaba hacerlo. Pese a
todo lo que había sucedido, atesoraba el recuerdo de Katherine. Pero
había un recuerdo que realmente no debía perturbar, una página del diario
que no debía volver. Si tenía que revivir aquel horror, aquella...
abominación, se volvería loco. Como había enloquecido aquel día, aquel
último día, cuando había contemplado su propia condenación...
Se apoyó en la ventana, con la frente presionada sobre su frescor. Su
tutor también le había dicho: «El mal jamás encontrará la paz. Puede que
triunfe, pero jamás encontrará la paz».
¿Por qué había tenido que venir a Fell's Church?
Había esperado hallar la paz aquí, pero eso era imposible. Jamás le
aceptarían, jamás descansaría. Porque era malvado. No podía cambiar lo
que era.
Elena se levantó más temprano de lo habitual esa mañana y oyó a tía
Judith trasteando en su habitación, preparándose para tomar su ducha.
Margaret dormía aún profundamente, enroscada igual que un ratoncito en
su cama. Elena pasó ante la puerta entreabierta de su hermana menor sin
hacer ruido y continuó por el pasillo hasta abandonar la casa.
El aire era fresco y limpio esa mañana; el membrillo estaba habitado
únicamente por los acostumbrados arrendajos y gorriones. Elena, que se
había acostado con un terrible dolor de cabeza, alzó el rostro hacia el
limpio cielo azul y respiró profundamente.
Se sentía mucho mejor de lo que se había sentido el día anterior. Había
prometido encontrarse con Matt antes del instituto y, aunque no le hacía
mucha ilusión, estaba segura de que todo iría bien.
Matt vivía a sólo dos calles del instituto. Era una sencilla casa de
madera, como todas las demás en aquella calle, excepto que quizá el
columpio del porche estaba un poco más deslucido y la pintura un poco
más desconchada. Matt estaba ya en el exterior, y por un momento el
corazón de la muchacha se aceleró ante la familiar visión.
Realmente era apuesto. De eso no había duda. No del modo
deslumbrante, casi perturbador, de... alguna persona, sino de un saludable
modo americano. Matt Honeycutt era típicamente americano. Llevaba el
pelo rubio muy corto por la temporada de rugby y tenía la piel bronceada
debido al trabajo al aire libre en la granja de sus abuelos. Sus ojos azules
eran honestos y francos. Y justo hoy, mientras extendía los brazos para
abrazarla con suavidad, estaban algo tristes.
—¿Quieres entrar?
—No. Limitémonos a andar —dijo Elena.
~26~
Caminaron uno junto al otro sin tocarse. Arces y nogales negros
bordeaban aquella calle, y el aire tenía aún una quietud matutina. Elena
contempló sus pies sobre la húmeda acera, sintiéndose repentinamente
indecisa. Después de todo, seguía sin saber cómo empezar.
—No me has hablado de Francia —dijo él.
—Ah, fue fenomenal —respondió Elena, y le miró de soslayo; también él
miraba la acera—. Todo resultó fenomenal —continuó, intentando dar un
poco de entusiasmo a su voz—. La gente, la comida, todo. Realmente
fue... —Su voz se apagó, y lanzó una carcajada nerviosa.
—Sí, ya sé. Fenomenal —terminó él por ella.
Matt se detuvo y se quedó mirando al suelo, a sus arañadas zapatillas
de tenis. Elena vio que eran las del año anterior. La familia de Matt apenas
conseguía ir tirando; a lo mejor no había podido permitirse unas nuevas.
La joven alzó la vista y se encontró aquellos resueltos ojos azules fijos en
su rostro.
—¿Sabes?, tienes un aspecto de lo más fenomenal justo ahora —dijo él.
Elena abrió la boca con consternación, pero él volvía a hablar ya.
—E imagino que tienes algo que decirme.
Elena le miró de hito en hito, y él sonrió, con una sonrisa torcida y
pesarosa. Luego volvió a tenderle los brazos.
—Matt —dijo ella, abrazándole con fuerza; luego se apartó para mirarle
a la cara—. Matt, eres el chico más gentil que he conocido nunca. No te
merezco.
—Ah, entonces por eso me plantas —dijo él mientras volvían a andar—.
Porque soy demasiado bueno para ti. Debería haberme dado cuenta antes.
Ella le dio un puñetazo en el brazo.
—No, no es por eso, y tampoco te estoy plantando. Seremos amigos,
¿de acuerdo?
—Desde luego. Por supuesto.
—Porque eso es lo que he comprendido que somos. —Se detuvo,
volviendo a alzar la mirada hacia él—. Buenos amigos. Sé honrado ahora,
Matt, ¿no es eso lo que realmente sientes por mí?
Él la miró y luego alzó los ojos al cielo.
—¿Puedo acogerme a la Quinta Enmienda respecto a eso? —dijo y al ver
que Elena ponía cara larga, añadió—: no tiene nada que ver con ese chico
nuevo, ¿verdad?
—No —respondió ella tras una vacilación, y luego añadió con rapidez—,
ni siquiera le conozco aún. No sé quién es.
—Pero quieres conocerle. No, no lo digas. —La rodeó con un brazo y la
hizo girar con suavidad—. Vamos, vayamos hacia el instituto. Si tenemos
tiempo, incluso te compraré una rosquilla.
~27~
Mientras andaban, algo se agitó violentamente en el nogal sobre sus
cabezas. Matt lanzó un silbido y señaló con el dedo.
—¡Mira eso! Es el cuervo más grande que he visto nunca.
Elena miró, pero ya había desaparecido.
Aquel día, el instituto fue sólo el lugar adecuado para que Elena
repasara su plan.
Por la mañana había despertado sabiendo qué hacer. Y durante el día
reunió toda la información que pudo a propósito de Stefan Salvatore. Lo
que no fue difícil, porque todo el mundo en el Robert E. Lee hablaba de él.
Todo el mundo sabía que había tenido alguna especie de roce con la
secretaria de admisiones el día anterior. Y hoy lo habían llevado al
despacho del director. Algo relacionado con sus papeles. Pero el director lo
había enviado de vuelta al aula (tras, se rumoreaba, una llamada de larga
distancia a Roma... ¿o era Washington?), y todo parecía arreglado ya.
Oficialmente, al menos.
Cuando Elena llegó a su clase de Historia Europea aquella tarde, la
saludó un suave silbido en el pasillo. Dick Cárter y Tyler Smallwood
remoloneaban por allí. Una pareja de imbéciles de primera, se dijo,
haciendo caso omiso del silbido y las miradas fijas. Pensaban que ser
pateador y defensa en el equipo de rugby de la escuela los convertía en
unos tipos sensacionales. Mantuvo un ojo puesto en ellos mientras
también ella remoloneaba por el pasillo, dándose una nueva capa de
pintalabios y jugueteando con la polvera. Había dado a Bonnie
instrucciones especiales, y el plan estaba listo para ponerlo en práctica en
cuanto Stefan apareciera. El espejo de la polvera le proporcionaba una
visión fenomenal del pasillo a su espalda.
Con todo, de algún modo no le vio llegar. Apareció a su lado de
improviso, y ella cerró la polvera de golpe mientras él pasaba. Su
intención era detenerlo, pero algo sucedió antes de que pudiera hacerlo.
Stefan se puso tenso... o, al menos, algo hubo en él que le hizo adoptar
una actitud cautelosa de improviso. Justo entonces, Dick y Tyler se
colocaron frente a la puerta del aula de historia, impidiendo el paso.
Imbéciles de talla mundial, se dijo Elena. Echando chispas, los miró
iracunda por encima del hombro de Stefan.
Disfrutaban con el jueguecito, repantigados en la entrada mientras
fingían estar totalmente ciegos a la presencia de Stefan allí de pie.
—Excusad.
Era el mismo tono de voz que había usado con el profesor de historia.
Sosegado, distante.
Dick y Tyler se miraron el uno al otro, luego a su alrededor, como si
oyeran voces fantasmales.
~28~
L. J. Smith Despertar
—¿Escuuzi? —dijo Tyler con voz de falsete—. ¿Escuuzi a mí? ¿A mí
escuuzi? ¿Jacuzzi?
Los dos rieron.
Elena vio cómo los músculos se tensaban bajo la camiseta que tenía
delante. Aquello era totalmente injusto; los dos eran más altos que Stefan
y las espaldas de Tyler eran casi el doble de anchas.
—¿Sucede algo?
Elena se sobresaltó tanto como los dos muchachos ante la nueva voz a
su espalda. Dio media vuelta y se encontró con Matt. Sus ojos azules
tenían una mirada dura.
Elena se mordió los labios para contener una sonrisa mientras Tyler y
Dick se apartaban despacio, con resentimiento. El bueno de Matt, se dijo.
Pero ahora el bueno de Matt entraba en el aula acompañando a Stefan, y
ella se tenía que resignar con seguirlos, observando la parte posterior de
dos camisetas. Cuando se sentaron, se deslizó en el pupitre situado detrás
de Stefan, desde donde podía observarle sin que la viera. Su plan tendría
que esperar hasta que finalizara la clase.
Matt hacía sonar monedas en su bolsillo, lo que significaba que quería
decir algo.
—Eh, oye —empezó por fin, incómodo—. Esos chicos, ya sabes...
Stefan rió. Fue un sonido amargo.
—¿Quién soy yo para juzgar?
Había más emoción en su voz de la que Elena había oído antes, incluso
cuando había hablado al señor Tanner. Y aquella emoción era infelicidad
total.
—De todos modos, ¿por qué tendría que ser bienvenido aquí? —finalizó,
casi para sí mismo.
—¿Por qué no deberías serlo? —Matt había estado mirando fijamente a
Stefan, y en ese momento su mandíbula se irguió con determinación—.
Oye —dijo—, ayer hablaste sobre rugby. Bien, nuestro mejor receptor
abierto se ha roto un ligamento, y necesitamos un sustituto. Las pruebas
son esta tarde. ¿Qué te parece?
—¿Yo? —Stefan pareció verse cogido por sorpresa—. Ah... No sé si
podría.
—¿Sabes correr?
—¿Correr...?
Stefan se medio giró hacia Matt, y Elena vio cómo un leve atisbo de
sonrisa curvaba sus labios.
—Sí.
~29~
—Eso es todo lo que un receptor abierto tiene que hacer. Yo soy el
quarterback. Si puedes atrapar lo que yo tire y correr con ello, puedes
jugar.
—Entiendo.
Lo cierto era que Stefan casi sonreía, y aunque la boca de Matt tenía
una expresión seria, sus ojos azules estaban risueños. Sorprendida de sí
misma, Elena advirtió que estaba celosa. Había una cordialidad entre los
dos muchachos que la excluía completamente.
Pero al siguiente instante, la sonrisa de Stefan desapareció y éste dijo
en tono vago:
—Gracias..., pero no. Tengo otros compromisos.
En ese momento, Bonnie y Caroline llegaron y empezó la clase.
Durante toda la lección de Tanner sobre Europa, Elena no dejó de
repetirse: «Hola, me llamo Elena Gilbert. Estoy en el comité de bienvenida
del último curso y me han designado para que te muestre el instituto.
¿Seguramente no querrás ponerme en un aprieto, verdad, no dejando que
haga mi trabajo?». Eso último con ojos muy abiertos y melancólicos...,
pero sólo si daba la impresión de que él intentara escabullirse. Era
virtualmente infalible. Seguro que no podía resistirse a una dama en
apuros.
Cuando iban por la mitad de la clase, la chica sentada a su derecha le
pasó una nota. Elena la abrió y reconoció la letra redonda e infantil de
Bonnie. Decía: «He mantenido a C. alejada todo el tiempo que pude. ¿Qué
ha sucedido? ¿Ha funcionado?».
Elena alzó la vista y vio a Bonnie vuelta hacia atrás en su asiento de la
primera fila. Elena señaló la nota y negó con la cabeza, articulando con los
labios: «Después de clase».
Pareció que transcurría un siglo antes de que Tanner diera las últimas
instrucciones sobre exposiciones orales y los despidiera. Entonces todo el
mundo se levantó de golpe. «Ahí vamos», pensó Elena, y con el corazón
latiéndole con fuerza, se colocó directamente en el camino de Stefan,
impidiéndole el paso por el pasillo de modo que no pudiera rodearla.
Justo igual que Dick y Tyler, se dijo, sintiendo un irresistible impulso de
reír como una tonta. Alzó la mirada y se encontró con sus ojos justo a la
altura de la boca del muchacho.
Su mente se quedó en blanco. ¿Qué era lo que se suponía que debía
decir? Abrió la boca y de algún modo las palabras que había estado
ensayando brotaron atropelladamente.
—Hola, soy Elena Gilbert, y estoy en el comité de bienvenida del último
curso y me han designado para...
—Lo siento; no tengo tiempo.
~30~
L. J. Smith Despertar
Por un momento no pudo creer que él estuviera hablando, que no fuera
a darle siquiera la oportunidad de terminar. Su boca siguió pronunciando
el discurso.
—... que te muestre el instituto...
—Lo siento. No puedo. Tengo que... tengo que ir a las pruebas de rugby.
—Stefan volvió la cabeza hacia Matt, que se mantenía al margen con
expresión atónita—. Dijiste que eran justo después del instituto, ¿verdad?
—Sí —dijo éste lentamente—, pero...
—Entonces será mejor que me ponga en marcha. Tal vez podrías
mostrarme el camino.
Matt miró a Elena con expresión de impotencia y luego se encogió de
hombros.
—Bueno..., claro. Vamos.
Echó un vistazo atrás mientras se iban. Stefan, no.
Elena se encontró paseando la mirada por un círculo de observadores,
incluida Caroline, que le dedicaba una clara sonrisita de suficiencia. La
muchacha sintió un aturdimiento en todo el cuerpo y una sensación de
ahogo en la garganta. No podía soportar seguir allí ni un segundo más. Dio
la vuelta y abandonó el pasillo tan aprisa como pudo.
~31~
L. J. Smith Despertar
Capítulo 4
Para cuando llegó a su taquilla, el aturdimiento se disipaba ya y el nudo
en su garganta intentaba disolverse en lágrimas. Pero no lloraría en el
instituto, se dijo, no iba a hacerlo. Tras cerrar la taquilla, se encaminó a la
salida principal.
Por segundo día consecutivo, regresaba a casa del instituto justo tras
sonar la última campana, y sola. Tía Judith no podría sobrellevarlo. Pero
cuando Elena llegó a su casa, el coche de tía Judith no estaba en la
entrada; ella y Margaret debían de haber ido al mercado. La casa estaba
silenciosa y tranquila cuando Elena abrió la puerta.
Agradeció la quietud; quería estar sola en aquellos momentos. Pero, por
otra parte, no sabía exactamente qué hacer consigo misma. Ahora que
finalmente ya podía llorar, descubrió que las lágrimas no acudían. Soltó la
mochila sobre el suelo del vestíbulo delantero y entró despacio en la sala
de estar.
Era una habitación hermosa e imponente, la única parte de la casa
además del dormitorio de Elena que pertenecía a la construcción original.
La primera casa se había construido antes de 1861 y se había quemado
casi por completo durante la guerra de Secesión. Todo lo que se pudo
salvar fue esa habitación, con su elaborada chimenea enmarcada por
molduras en forma de volutas, y el gran dormitorio del piso superior. El
bisabuelo del padre de Elena había construido una nueva casa y los Gilbert
habían vivido en ella desde entonces.
Elena giró para mirar por una de las ventanas que iban desde el suelo
hasta el techo. El cristal era antiguo y grueso y mostraba ondulaciones, y
todo en el exterior quedaba distorsionado, con un aspecto ligeramente
sesgado. Recordó la primera vez que su padre le había mostrado aquel
viejo cristal con ondulaciones, cuando ella era más joven aún de lo que
Margaret era en la actualidad.
La sensación de ahogo había regresado a su garganta, pero las lágrimas
seguían sin acudir. Todo en su interior era contradictorio. No quería
compañía, y a la vez se sentía dolorosamente sola; realmente quería
pensar, pero ahora que lo intentaba, los pensamientos la esquivaban
como ratones huyendo de una lechuza blanca.
«Una lechuza blanca... ave de presa... devorador de carne... cuervo»,
pensó. «El cuervo más grande que he visto nunca», había dicho Matt.
~32~
L. J. Smith Despertar
Los ojos volvieron a escocerle. Pobre Matt. Le había herido, pero él se lo
había tomado muy bien. Incluso había sido amable con Stefan.
Stefan. Su corazón dio un baquetazo, violento, arrancando a sus ojos
dos lágrimas ardientes. Bueno, por fin lloraba. Lloraba de rabia y
humillación y frustración... ¿y qué más?
¿Qué había perdido en realidad ese día? ¿Qué sentía en realidad por
aquel desconocido, aquel Stefan Salvatore? Era un desafío, sí, y eso le
hacía ser distinto, interesante. Stefan era exótico..., excitante.
Resultaba curioso, justo lo que algunos chicos le habían dicho a veces a
Elena que ella era. Y más tarde se enteraba por ellos, o por sus amigos o
hermanas, de lo nerviosos que estaban antes de salir con ella, cómo se les
ponían sudorosas las palmas de las manos y sentían el estómago lleno de
mariposas. A Elena esas historias siempre le habían parecido divertidas.
Ningún chico de los que había conocido a lo largo de su vida la había
puesto nerviosa.
Pero al hablar con Stefan hoy, su pulso se había acelerado y las rodillas
habían estado a punto de doblarse. Había tenido las palmas húmedas. Y
no había habido mariposas en su estómago..., había habido murciélagos.
¿Le interesaba el muchacho porque la ponía nerviosa? No era una buena
razón, se dijo. De hecho, era una muy mala razón.
Pero estaba también aquella boca. Aquella boca tan perfecta que hacía
que sus rodillas se doblaran con algo que no tenía nada que ver con el
nerviosismo. Y aquellos cabellos negros como la noche; sus dedos
ansiaban entretejerse en su suavidad. Aquel cuerpo ágil de musculatura
plana, aquellas piernas largas... y aquella voz. Fue su voz lo que la había
decidido el día anterior, haciendo que se sintiera totalmente empeñada en
tenerle. Su voz había sido serena y desdeñosa al hablar al señor Tanner,
pero extrañamente persuasiva a pesar de todo. Se preguntó si podría
volverse misteriosa y oscura también, y cómo sonaría pronunciando su
nombre, susurrando su nombre...
—¡Elena!
Elena se sobresaltó, la ensoñación hecha pedazos. Pero no era Stefan
Salvatore quien la llamaba, era tía Judith que abría la puerta con un
traqueteo.
—¿Elena? ¡Elena! —Y aquélla era Margaret, con la voz chillona y
aflautada—. ¿Estás en casa?
La desdicha volvió a embargar a la muchacha, y paseó la mirada por la
cocina. No estaba en condiciones de enfrentarse a las preguntas
preocupadas de su tía ni a la alegría inocente de Margaret en aquellos
momentos. No con las pestañas húmedas y nuevas lágrimas amenazando
con aparecer en cualquier instante. Tomó una decisión relámpago y se
escabulló en silencio por la puerta trasera mientras la puerta principal se
cerraba de un portazo.
~33~
L. J. Smith Despertar
Una vez abandonado el porche trasero, y ya en el patio, vaciló. No
quería tropezarse con nadie conocido. Pero ¿adonde podía ir para estar
sola?
La respuesta llegó casi al instante. Desde luego. Iría a ver a su madre y
a su padre.
Era una caminata bastante larga, casi hasta las afueras de la ciudad,
pero durante los últimos tres años se había convertido en algo
acostumbrado para Elena. Cruzó al otro lado del puente Wickery y
ascendió la colina, pasando ante la iglesia en ruinas. Luego descendió al
pequeño valle situado abajo.
Aquella parte del cementerio estaba bien cuidada; era a la parte antigua
a la que se le permitía estar en un estado ligeramente salvaje. Aquí, la
hierba estaba pulcramente cortada, y ramos de flores ofrecían notas de
vividos colores. Elena se sentó junto a la gran lápida de mármol con la
palabra «Gilbert» tallada en la parte frontal.
—Hola, mamá. Hola, papá —murmuró.
Se inclinó sobre el lugar para depositar una flor violeta que había
recogido de camino. Luego dobló las piernas bajo el cuerpo y se quedó
sentada.
Había ido allí a menudo tras el accidente. Margaret sólo tenía un año en
el momento del accidente de coche, y lo cierto era que no los recordaba.
Pero Elena sí. Dejó que su mente retrocediera para ojear recuerdos, y el
nudo de su garganta aumentó y las lágrimas salieron con más facilidad.
Todavía los echaba mucho de menos... Su madre, tan joven y hermosa, y
su padre, con una sonrisa que le arrugaba los ojos.
Tenía suerte de contar con tía Judith, desde luego. No todas las tías
abandonarían su empleo y volverían a vivir en una ciudad pequeña para
hacerse cargo de dos sobrinas huérfanas. Y Robert, el novio de tía Judith,
era más un padre adoptivo para Margaret que un futuro tío.
Pero Elena recordaba a sus padres. En ocasiones, justo después del
funeral, había acudido allí para enfurecerse con ellos, enfadada con ellos
por haber sido tan estúpidos como para matarse. Eso fue cuando no
conocía muy bien a tía Judith y sentía que ya no había ningún lugar en la
tierra al que perteneciera.
¿Adonde pertenecía ahora?, se preguntó. La respuesta fácil era: allí, a
Fell's Church, donde había vivido toda su vida. Pero últimamente la
respuesta fácil parecía equivocada. Últimamente sentía que debía existir
algo más allá para ella, algún lugar que reconocería en seguida y llamaría
hogar.
Una sombra cayó sobre su persona y alzó los ojos sobresaltada. Por un
instante, las dos figuras de pie junto a ella resultaron extrañas,
desconocidas, vagamente amenazadoras. Las miró fijamente, paralizada.
—Elena —dijo nerviosamente la figura más pequeña, con las manos en
las caderas—, a veces realmente me preocupo por ti, realmente lo hago.
~34~
L. J. Smith Despertar
Elena pestañeó y luego lanzó una breve carcajada. Eran Bonnie y
Meredith.
—¿Qué tiene que hacer una persona para conseguir un poco de
intimidad por aquí? —preguntó mientras ellas se sentaban.
—Decirnos que nos marchemos —sugirió Meredith, pero Elena se limitó
a encogerse de hombros.
Meredith y Bonnie habían acudido allí a menudo en su busca los meses
siguientes al accidente. De repente se sintió complacida por ello, y
agradecida a ambas. Aunque no hubiera nada más, tenía amigas que se
preocupaban por ella. No le importó si sabían que había estado llorando,
aceptó el pañuelo de papel arrugado que Bonnie le ofreció y se secó los
ojos. Las tres permanecieron sentadas en silencio durante un rato,
observando cómo el viento alborotaba el robledal del extremo del
cementerio.
—Siento lo que sucedió esta mañana —dijo Bonnie por fin, en voz baja
—. Fue realmente terrible.
—Y tu segundo nombre es «Tacto» —dijo Meredith—. No pudo haber sido
tan malo, Elena.
—No estabas allí. —Elena se sintió enrojecer toda ella ante el recuerdo
—. Sí que fue terrible. Pero ya no me importa —añadió categórica,
desafiante—. He acabado con él. Ya no le quiero.
—¡Elena!
—No le quiero, Bonnie. Evidentemente piensa que es demasiado bueno
para... para los americanos. Así que puede coger esas gafas de sol de
diseño y... —Se escucharon resoplidos de risa procedentes de sus
compañeras. Elena se sonó la nariz y negó con la cabeza—. De todos
modos —dijo, cambiando decididamente de tema—, al menos Tanner
parecía de mejor humor hoy.
Bonnie adoptó una expresión de mártir.
—¿Sabes que hizo que me apuntara para ser la primera en presentar la
exposición oral? De todos modos, no me importa. Voy a hacer el mío sobre
los druidas, y:..
—¿Sobre qué?
—Druidas. Esos viejos raros que construyeron Stonehenge y hacían
magia y cosas así en la antigua Inglaterra. Desciendo de ellos; por eso soy
médium.
Meredith lanzó un resoplido, pero Elena contempló con el entrecejo
fruncido la brizna de hierba que retorcía entre los dedos.
—Bonnie, ¿realmente viste algo en mi palma ayer? —preguntó
súbitamente.
La muchacha vaciló.
~35~
L. J. Smith Despertar
—No lo sé —dijo por fin—. Creí verlo entonces. Pero a veces la
imaginación se me descontrola.
—Sabía que estabas aquí —observó Meredith inesperadamente—. Yo
pensé en mirar en la cafetería, pero Bonnie dijo: «Está en el cementerio».
—¿Lo hice? —Bonnie pareció levemente sorprendida e impresionada—.
Bien, ya lo ves. Mi abuela de Edimburgo tiene el don de la clarividencia, y
yo también. Siempre salta una generación.
—Y desciendes de los druidas —dijo Meredith en voz solemne.
—¡Bueno, es cierto! En Escocia mantienen las viejas tradiciones. No te
creerías algunas de las cosas que hace mi abuela. Tiene un modo de
averiguar con quién te vas a casar y cuándo vas a morir. Me dijo que
moriría joven.
—¡Bonnie!
—Lo hizo. Seré joven y hermosa dentro de mi ataúd. ¿No creéis que es
romántico?
—No, no lo creo. Creo que es repugnante —replicó Elena.
Las sombras se alargaban y el viento se había vuelto fresco.
—Así pues, ¿con quién te vas a casar, Bonnie? —terció Meredith con
habilidad.
—No lo sé. Mi abuela me contó el ritual para averiguarlo, pero jamás lo
probé. Por supuesto —Bonnie adoptó una pose sofisticada—, tiene que ser
escandalosamente rico y guapísimo. Como nuestro misterioso desconocido
moreno, por ejemplo. En especial, si nadie más le quiere. —Dirigió una
mirada traviesa a Elena.
Elena no picó el anzuelo.
—¿Qué hay de Tyler Smallwood? —murmuró inocentemente—. Su padre
es, desde luego, bastante rico.
—Y no es feo —estuvo de acuerdo Meredith en tono solemne—. Eso,
desde luego, si te gustan los animales. Todos esos enormes dientes
blancos...
Las muchachas intercambiaron miradas y luego prorrumpieron en
carcajadas. Bonnie arrojó un puñado de hierba a Meredith, que se la
sacudió de encima y le arrojó un diente de león en respuesta. En algún
momento en medio de todo ello, Elena comprendió que iba a estar bien.
Volvía a ser ella misma, no estaba perdida, no era una desconocida, sino
Elena Gilbert, la reina del Robert E. Lee. Se quitó la cinta color crema del
pelo y sacudió los cabellos alrededor del rostro.
—He decidido sobre qué hacer mi exposición oral —dijo, contemplando
con ojos entrecerrados cómo Bonnie se pasaba los dedos por los rizos para
quitar la hierba.
—¿Qué será?
~36~
L. J. Smith Despertar
Elena echó la barbilla hacia arriba para contemplar el cielo rojo y
morado de encima de la colina. Aspiró pensativa y dejó que el suspense
creciera por un instante. Luego dijo con indiferencia:
—El Renacimiento italiano.
Bonnie y Meredith la miraron fijamente, luego se miraron entre sí y
prorrumpieron en fuertes carcajadas otra vez.
—¡Aja! —dijo Meredith cuando se recuperaron—. Así que el tigre
regresa.
Elena le dedicó una mueca salvaje. Su conmocionada seguridad en sí
misma había regresado, y aunque no lo comprendía ni ella misma, sabía
una cosa: no iba a dejar que Stefan Salvatore escapara incólume.
—De acuerdo —indicó con vivacidad—. Ahora, escuchad vosotras dos.
Nadie más debe saber esto o seré el hazmerreír de la escuela. Y a Caroline
le encantaría tener cualquier excusa para hacerme aparecer ridicula. Pero
todavía quiero que sea mío y lo será. Aún no sé cómo, pero lo conseguiré.
No obstante, hasta que se me ocurra un plan, vamos a hacerle el vacío.
—¿Vamos?
—Sí, vamos. No puedes tenerle, Bonnie; es mío. Y hemos de poder
confiar completamente en ti.
—Aguarda un minuto —dijo Meredith con un brillo en los ojos.
Soltó el broche de esmalte de su blusa; luego, alzando el pulgar, le dio
un veloz pinchazo.
—Bonnie, dame tu mano.
—¿Por qué? —preguntó ésta, contemplando el alfiler con suspicacia.
—Porque quiero casarme contigo, ¿para qué crees, idiota?
—Pero... pero... Oh, vale. ¡Ay!
—Te toca, Elena. —Pinchó eficientemente el dedo de su amiga, y luego
lo oprimió para conseguir sacar una gota de sangre—. Ahora —prosiguió,
mirando a las otras dos con centelleantes ojos oscuros—, todas juntamos
los pulgares y juramos. Especialmente tú, Bonnie. Jura guardar este
secreto y hacer todo lo que Elena pida en relación a Stefan.
—Oíd, jurar con sangre es peligroso —protestó Bonnie en tono serio—.
Significa que tienes que mantener tu promesa suceda lo que suceda, sin
importar lo que sea, Meredith.
—Lo sé —respondió ésta inflexible—. Por eso te digo que lo hagas.
Recuerdo lo que sucedió con Michael Martin.
Bonnie torció el gesto.
—Eso fue hace años,y rompimos en seguida de todos modos y... Ah, de
acuerdo. Lo juraré. —Cerrando los ojos, dijo—: Juro mantener esto en
secreto y hacer todo lo que Elena pida respecto a Stefan.
~37~
L. J. Smith Despertar
Meredith repitió el juramento. Y Elena, con la vista fija en las sombras
pálidas de sus pulgares juntos en la creciente oscuridad, tomó una larga
bocanada de aire y dijo en voz baja:
—Y yo juro no descansar hasta que sea mío.
Una ráfaga de aire frío sopló a través del cementerio, echando hacia
atrás los cabellos de las muchachas y haciendo revolotear hojas secas por
el suelo. Bonnie lanzó una exclamación ahogada y se echó hacia atrás;
todas miraron a su alrededor, y luego lanzaron risitas nerviosas.
—Ha oscurecido —observó Elena, sorprendida.
—Será mejor que nos pongamos en camino hacia casa —dijo Meredith,
volviendo a sujetar el broche.
También Bonnie se puso en pie, introduciendo la punta del pulgar en la
boca.
—Adiós —dijo Elena en voz baja, volviéndose hacia la lápida.
La flor violeta era una masa borrosa en el suelo. Recogió la cinta color
crema que descansaba junto a ella, dio media vuelta e hizo una seña con
la cabeza a Bonnie y a Meredith.
—Vámonos.
En silencio, se dirigieron colina arriba en dirección a la iglesia en ruinas.
El juramento hecho con sangre les había conferido a todas una sensación
de solemnidad, y al pasar ante la destrozada iglesia Bonnie se estremeció.
Con la puesta del sol, la temperatura había descendido bruscamente, y se
alzaba viento. Cada ráfaga enviaba susurros por entre la hierba y hacía
que los viejos robles agitaran ruidosamente las oscilantes hojas.
—Estoy helada —comentó Elena, deteniéndose por un instante ante el
agujero negro que en el pasado había sido la puerta de la iglesia y
dirigiendo una mirada al paisaje situado a sus pies.
La luna no había salido todavía y apenas se distinguían el cementerio
antiguo y el puente Wickery más allá. El antiguo cementerio se remontaba
a los días de la guerra de Secesión, y muchas lápidas mostraban nombres
de soldados. Tenía un aspecto salvaje; zarzas y maleza crecían sobre las
tumbas, y enredaderas de hiedra pululaban sobre pedazos de granito
desmoronado. A Elena nunca le había gustado.
—Tiene un aspecto distinto, ¿verdad? En la oscuridad, quiero decir —
comentó con voz vacilante.
No sabía cómo decir lo que en realidad quería indicar: que no era un
lugar para los vivos.
—Podríamos ir por el camino largo —propuso Meredith—. Pero eso
significaría otros veinte minutos de camino.
—No me importa ir por aquí —dijo Bonnie, tragando saliva con fuerza—.
Siempre dije que quería que me enterraran ahí, en el viejo.
~38~
L. J. Smith Despertar
—¡Quieres dejar de hablar sobre ser enterrada! —le soltó Elena, e inició
el descenso por la colina.
Pero cuanto más avanzaba por el estrecho sendero, más incómoda se
sentía. Aminoró el paso hasta que Bonnie y Meredith la alcanzaron.
Cuando se acercaban a la primera lápida, su corazón empezó a latir con
fuerza. Intentó no hacer caso, pero sentía un cosquilleo por toda la piel y
el fino vello de sus brazos se le puso de punta. Entre las ráfagas de viento,
cada sonido parecía amplificado de un modo horrible; el crujido de los tres
pares de pies sobre el sendero cubierto de hojas resultaba ensordecedor.
La iglesia en ruinas era ya una silueta negra detrás de ellas. El angosto
sendero conducía por entre las lápidas recubiertas de liqúenes, muchas de
las cuales eran más altas que Meredith. Lo bastante grandes para que algo
se ocultara detrás, pensó Elena con inquietud. Algunas tumbas
acobardaban, como la que tenía un querubín que parecía un auténtico
bebé, excepto que su cabeza se había desprendido y la habían colocado
con cuidado junto a su cuerpo. Los ojos de granito abiertos de par en par
carecían de expresión. Elena no podía apartar los ojos de ella, y su corazón
empezó a latir violentamente.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Meredith.
—Yo sólo... Lo siento —murmuró Elena, pero cuando se obligó a dar la
vuelta se quedó rígida al instante—. ¿Bonnie? —dijo—. Bonnie, ¿qué
sucede? —Bonnie tenía la vista fija en el interior del cementerio, con los
labios entreabiertos y los ojos tan desorbitados e inexpresivos como el
querubín de piedra. El miedo recorrió el estómago de Elena—. Bonnie,
para ya. ¡Para! No es divertido.
Bonnie no contestó.
—¡Bonnie! —llamó Meredith.
Elena y ella se miraron, y de repente Elena comprendió que tenía que
salir de allí. Giró en redondo para empezar a descender por el sendero,
pero una voz desconocida habló a su espalda, y se volvió sobresaltada.
—Elena —dijo la voz.
No era la voz de Bonnie, pero procedía de la boca de ésta. Pálida en la
oscuridad, Bonnie seguía con la mirada fija en el camposanto. Su rostro
carecía totalmente de expresión.
—Elena —repitió la voz, y añadió, a la vez que la cabeza de Bonnie se
volvía hacia ella—, hay alguien esperándote ahí fuera.
Elena nunca supo del todo qué sucedió en los minutos siguientes. Algo
pareció moverse por entre las oscuras formas jorobadas de las lápidas,
agitándose y alzándose entre ellas. Elena chilló y Meredith lanzó un grito,
y acto seguido las dos corrían ya, y Bonnie con ellas, chillando también.
Los pies de Elena aporreaban el estrecho sendero, tropezando con rocas
y terrones de tierra. Bonnie sollozaba intentando recuperar el aliento
detrás de ella, y Meredith, la tranquila y cínica Meredith, jadeaba
violentamente. Se oyó una repentina agitación y un chillido en un roble
~39~
L. J. Smith Despertar
que se alzaba por encima de ellas, y Elena descubrió que aún podía correr
más de prisa.
—Hay algo detrás de nosotras —gritó Bonnie con voz aguda—. Oh, Dios,
¿qué está sucediendo?
—Hay que llegar al puente —jadeó Elena por entre el fuego que sentía
en los pulmones.
No sabía el motivo, pero sentía que debían conseguir llegar allí.
—¡No te detengas, Bonnie! ¡No mires atrás!
Agarró la manga de la muchacha y la obligó a darse la vuelta.
—No puedo hacerlo —sollozó Bonnie, llevándose una mano al costado
mientras aminoraba la marcha.
—Sí, claro que puedes —rugió Elena, volviendo a agarrar la manga de
Bonnie y obligándola a seguir en movimiento—. Vamos. ¡Vamos!
Vio el destello plateado del agua ante ellas. Y allí estaba el claro entre
los robles, y el puente, justo más allá. A Elena le flaqueaban las piernas y
la respiración le silbaba en la garganta, pero no pensaba rezagarse. Ya
veía las tablas de madera del puente peatonal, que estaba a seis metros,
a tres, a un metro y medio de ellas.
—¡Lo conseguimos! —jadeó Meredith mientras sus pies retumbaban
sobre la madera.
—¡No os detengáis! ¡Llegad al otro lado!
El puente crujió cuando lo cruzaron en una carrera tambaleante, las
pisadas resonando sobre el agua. En cuanto saltó sobre la tierra apisonada
de la otra orilla, Elena soltó por fin la manga de Bonnie y dejó que sus
piernas se detuvieran con un traspié.
Meredith tenía el cuerpo doblado, con las manos sobre los muslos, y
respiraba fatigosamente. Bonnie lloraba.
—¿Qué era? ¿Qué era? —inquirió—. ¿Todavía viene?
—Pensaba que tú eras la experta —dijo Meredith con voz insegura—. Por
el amor de Dios, Elena, vamonos de aquí.
—No, ahora ya pasó —susurró Elena.
Tenía lágrimas en los ojos y temblaba de pies a cabeza, pero el aliento
caliente sobre su cogote había desaparecido. El río se extendía entre ella y
aquello; las aguas eran un tumulto oscuro.
—No puede seguirnos aquí —siguió.
Meredith la miró fijamente, luego miró la otra orilla con sus robles
apiñados, a continuación miró a Bonnie. Se humedeció los labios y lanzó
una breve carcajada.
—Seguro. No puede seguirnos. Pero vayamos a casa de todos modos,
¿vale? A menos que tengáis ganas de pasar la noche aquí fuera.
~40~
L. J. Smith Despertar
Una especie de sensación indescriptible recorrió a Elena con un
estremecimiento.
—No, gracias —contestó, y rodeó con un brazo a Bonnie, que seguía
gimoteando—. Ya pasó, Bonnie. Estamos a salvo ahora. Vamos.
Meredith volvió a mirar al otro lado del río.
—¿Sabes?, no veo nada ahí atrás —dijo con la voz más tranquila—. A lo
mejor no había nada detrás de nosotras, al fin y al cabo; a lo mejor,
sencillamente nos entró el pánico y nos asustamos sin motivo. Con un
poco de ayuda de la sacerdotisa druida que tenemos aquí.
Elena no dijo nada cuando empezaron a andar, manteniéndose muy
juntas en el sendero de tierra. Pero se hacía preguntas. Se hacía muchas
preguntas.
~41~

No hay comentarios:

Publicar un comentario